Muchas alegrías se perdió el que inventó ese dicho de "los regalos no se regalan".
Paseaba yo tranquilo por el patio del instituto durante el día de San Valentín, ojeando los mercadillos de artesanía que algunos alumnos habían preparado en sus respectivas cooperativas escolares, cuando una niña de 1º de la ESO me detuvo y, con la timidez característica de los cándidos alumnos que aún no se avergüenzan de sentirse como niños, me ofreció una piruleta con forma de corazón y un "I love you" impreso.
-Para usted, profesor.
Apenas me dio tiempo de darle las gracias con una sonrisilla antes de que la pobre se hubiera esfumado.
No siendo yo una persona excesivamente golosa, y valorando más el detalle que el dulce elemento, regresé a la sala de profesores enseñando mi piruleta a todo aquel que se cruzaba en mi camino, y la guardé en mi maletín dejándola a la espera de que un día me apeteciera comérmela.
Me habían alegrado el día con diez céntimos.
Mes y medio después, encontrándome en la sala de profesores durante una guardia, Ana, mi compañera de fatigas docentes, relataba con amargura todos los problemas que se estaba encontrando en su labor como tutora del que quizás sea el peor grupo de la ESO que ha tenido el instituto en mucho tiempo. Comentaba, con toda la razón del mundo, que su carga administrativa la absorbía por completo, que se pasaba el día con informes, partes, faltas, protocolos de absentismo, protocolos de expulsión y otros largos etcéteras que la Administración tiene a bien remunerar con la friolera de unos 25 euros mensuales (o sea, 6 euros semanales... menos de 1 euro diario).
Relatando su caminar por el desierto, su voz empezó a quebrarse, y entonces me acordé de la piruleta. La saqué de la mochila, me levanté, se la puse delante y le arreé un besito en la frente. Me aparté de ella y contemplé que los diez céntimos habían vuelto a obrar el milagro: sonrió, tragó saliva, y dijo que con qué poco se la contentaba a ella.
Seguimos charlando durante un buen rato, en un tono mucho más distendido y relajado, cuando llegó nuestra compañera Inma con su pequeño de dos (o tres) años. Cuando un profesor acude a clase con su niño pequeño, es que el niño está enfermo. Y la verdad es que el pobre tenía mala carita, todo serio y cortadito.
Entonces, sin que yo ni siquiera hubiera pensado en ello, mi compañera Ana se levantó con su piruleta en la mano, me miró, me dijo un simple: "¿Te importa si...?", yo negué con la cabeza, intuyendo sus intenciones, y le ofreció la piruleta al chiquillo, quien la cogió de inmediato y sonrió olvidándose por un rato de que estaba malito.
Nunca me sentí más orgulloso de que regalaran algo que yo había regalado.
Me consta que la vida útil de la piruleta llegó a su fin en ese momento. Nada supe de ella antes de que llegara a mis manos, pero no descarto que la alumna que me la regaló a su vez la hubiera recibido de alguien.
Una simple piruleta y tanto buenos gestos detrás de ella.
Poco o muchísimo, según se mire.