El segundo relato del libro trata el poder de la adicción. Y cuando me refiero a adicción voy más allá del consumo de ciertas sustancias. Vuelvo (aunque este relato fue antes) a la idea de que una persona puede ser adicta a cualquier cosa que le haga sentir felicidad y serenidad, adicta a ciertas variaciones de sustancias químicas en su cuerpo.
En este caso, el protagonista es un hombre que sufre una extraña enfermedad que le hace tener infinidad de tics faciales, algo que siempre lo ha tenido acomplejado y que no tiene solución médica.
Un día, de casualidad, descubre que antes de cometer un asesinato sus tics desaparecen, una sensación que dura poco aunque lo suficiente como para engancharse a la sensación de sentirse normal.
Os dejo un fragmento:
Con más sigilo
aún que antes, entró en el piso y cerró la puerta echando la cadena de
seguridad. En el salón había un televisor encendido con la voz quitada. Lo
enfureció aún más pensar que la vieja era capaz de pasarse media tarde viendo
la tele sin voz con tal de poder escuchar sus pisadas al bajar las escaleras.
Se asomó al
salón, dejando los zapatos en la entrada, y escuchó un canturreo ahogado e
intermitente que provenía de uno de los dormitorios. Conocía la distribución
del piso, pues era igual que el suyo, de modo que caminó despacio pero con
seguridad y se quedó parado bajo el marco de la puerta, viendo cómo la mujer
remetía bajo el colchón las sábanas de la cama.
—El demonio ha
venido por fin a por ti, vieja —le dijo, dándole un empujón y tirándola boca
arriba sobre el colchón.
Tics es la historia de un hombre normal como tú y como yo. Es la historia de nuestro amigo de la infancia, aquel con el que todos se metían. Un detonador con el que muchos tal vez hayamos jugado sin saber que podía estallar.
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